20 de junio de 2019

La española que embrujo a Hollywood












Mi pecado                                                Autor: Javier Moro                                                            Editorial: Espasa Libros                                                          Nº páginas: 384


Mucho antes que Penélope Cruz o Sara Montiel intentaran probar las mieles del éxito en Hollywood, una hermosa mujer donostiarra triunfó en una industria en plena transformación del cine mudo al sonoro. Ella se llamaba Concepción Jacinta Andrés Picado, pero en­tró en la Historia del Cine, con mayúsculas, con el nombre de Conchita Monte­ne­gro... esta es su historia contada por Javier Moro en "Mi pecado", la historia de una mujer que dejó embriagada a las élites cinematográficas del momento. Una mujer que conoció a las grandes estrellas del cine estadounidense, que acudió a las mejores fiestas en las que corría el lujo y el derroche sin medida y que supo jugar sus cartas a base de talento y de simpatía natural.
Fue un momento único para la actriz y para la historia de Hollywood, el intervalo entre la llegada del cine hablado y la invención del doblaje en aquella ciudad convertida en una moderna torre de Babel. De todos los extranjeros, pocos llegarían a triunfar. Conchita Montenegro lo consiguió.

Ampliamente documentada de jugosas anécdotas y detalles, la historia de Conchita Montenegro no es sólo la historia de una hermosa e inteligente mujer que llegó a lo más alto de la industria cinematográfica y que fue olvidada por decisión propia. Es la historia de un tránsito entre la fama y el anonimato que el periodista, escritor y cinéfilo Javier Moro pretende recuperar centrándose en dos momentos importantes en la vida de la actriz. Empezando en un presente situado en 1943 en el que la actriz ha regresado de los luminosos y espléndidos Estados Unidos a una España oscura y triste arrasada por una guerra civil, sin recursos, gris y anodina y a un pasado, trece años antes, en que Conchita alcanzó los cielos conquistando la meca del cine.

Nacida en San Sebastián un 11 de septiembre de 1911 Concepción Jacinta Andrés Picado creció en el seno de una familia que supo alimentarle culturalmente con la interpretación y la danza, materias en la que tanto ella como su hermana Juanita obtuvieron excelentes notas. Su dominio natural de la escena le sirvió para ser de modelo a los más notables pintores españoles del mo­men­to y matricularse (junto a su inseparable hermana) en la Escuela de Danza del Tea­tro de la Ópera de París. Fue precisamente la danza la que le abriría las puertas del cine al debutar un pequeño papel en "Rosa de Madrid", de Eusebio Fer­nández Ardavín. Poco después, el aristocrático escritor y director de cine Agustín de Figueroa, se fijó en ella y le ofreció su primer papel protagonista, en "Sortilegio", que fue un notorio fracaso. Sin embargo su siguiente película, "La mujer y el pelele" de Jacques de Baroncelli fue un rotundo éxito. La presencia de Conchita Montenegro no pasaba desapercibida gracias a una secuencia en la que tenía que bailar completamente des­nuda en un tablao, cuya imagen se re­flejaba en una botella de Jerez.

La pe­lícula provocó un escándalo mayúsculo en la España de Pri­mo de Rivera pero captó la atención de los cazatalentos del cine norteamericano, ávidos por enriquecer la nómina de cineastas e intérpretes. Con su belleza moderna y muy alejada del folclore hispano, Conchita Montenegro llega a USA con 19 años y un contrato bajo el brazo con la Metro-Goldwyn-Mayer. En un primer momento sólo intervino en las versiones en es­pa­ñol de algunas producciones de Hollywood, pero poco después, gracias a su fa­cilidad con los idiomas, a su belleza, su inteligencia, su atrevida personalidad y una extraordinaria mirada, pronto logró cautivar a ese Hollywood lleno de tiburones ávidos de carne fresca. 
Pero aquella joven y atractiva chiquilla de fuerte carácter, nunca se dejo amilanar por nada ni por nadie y menos por los hombres. Buena prueba de ello es una jugosa anécdota que nos muestra el indómito carácter de Conchita Montenegro. Durante una prueba la actriz se negó a besar al mismísimo Clark Gable: "Mi primera prueba, ¡ahí es nada!, fue con Clark Gable. Me hicieron vestir, si le llaman vestir a una mujer cubrir su cuerpo con hierbas de hawaiana. (…) Aquello me daba mucha vergüenza. Mi rubor aumentó considerablemente cuando llegó el instante del beso; un beso apasionado y verídico. Creí que iba a morir. Y Clark buceó con sus labios inútilmente cerca de mi cara. Me negué a besarle y le abofetee". El sonoro guantazo, lejos de truncar la carrera y convertirse en un tropiezo por culpa de su orgullo, la aupó a lo más alto comparándola con la Garbo.

  
                                                                                                                                            Según vamos leyendo en "Mi pecado", descubrimos a una Conchita Montenegro sumamente moderna (incluso aprendió a pilotar avionetas), independiente pero con una fuerte necesidad interna de tener a alguien al lado. Se enamoraba con facilidad, aunque sólo fuese durante una semana, y de la misma manera sabía pasar página. Se relacionó con lo más granado del Ho­llywood de la época, la propia Greta Garbo, Charles Boyer, Carole Lombard y Leslie Ho­ward, un galán apocado, discreto, casi tímido, del que se enamoró y le marcó para siempre. Aunque le doblaba la edad los amantes vivieron su idilio entre fiestas de ensueño y estrenos triunfales, paseos a caballo y vuelos en avioneta por la costa de California. El caballeroso y galante Lesie le solía regalar a la actriz un perfume llamado "Mi pecado", motivo por lo cual este libro toma su título. Esos mismos frascos ya vacíos, fueron los que Conchita guardo incluso después de que todo terminase. Como recuerdos envasados a los que acudir si era necesario.

El romance de los dos amantes se prolongó hasta los años cuarenta, cuando la pareja se reencontró en el Madrid de la posguerra. Ella ya había abandonado Hollywood y él empezaba a dejar de lado una carrera brillante en el cine para comprometerse en la causa aliada y en la defensa del pueblo judío. Porque una faceta poco conocida del inglés es que era, además, un destacado activo de su Gobierno, un "espía al servicio de Su Majestad". Esta cara oculta acabaría afectando en el futuro a Conchita y a una España franquista convertida un complicado tablero de ajedrez en el que jugaban nazis y fuerzas aliadas.
Es aquí cuando la historia minúscula de las personas se entrecruza con la historia con mayúsculas. Conchita Montenegro se llevaba bien con el círculo próximo a Franco. De hecho, se casaría con el falangista y diplomático Ricardo Giménez-Arnau. Los británicos que querían la neutralidad absoluta de Franco aprovecharon la admiración que el dictador sentía por "Lo que el viento se llevó" y la intermediación de Conchita para que Leslie Ho­ward fuera invitado a visitar al sanguinario dictador con el pretexto de ofrecerse a hacer el papel de Cristóbal Colón en una película para mostrar la grandeza de España. Pero el mensaje era otro... "No te metas y no hagas tonterías. Los alemanes van a perder la guerra y si luego quieres amigos, más vale que te portes ahora".

   

Tras cumplir su misión, el espía volvía al Reino Unido el 1 de junio de 1943 en un avión civil cuando cazas alemanes, que escoltaban por aire un submarino, abrieron fuego, haciendo que su avión se estrellara cerca de las playas gallegas de Cedeira. Cuatro meses después, Franco retiraba a la División Azul del frente ruso y declaraba la neutralidad de España en la II Guerra Mundial. No hace falta decir que la muerte de su gran amor supuso un terrible mazazo para Conchita Montenegro que siempre se sintió culpable de su muerte y solía decir que si ella no lo hubiera amado, Leslie seguiría vivo.
Terriblemente hundida por la muerte de su antiguo amor y tras terminar la película "Lola Montes" (1944), la primera española que conquistó la meca del cine, la mujer que rodó 37 películas, 18 de ellas triunfando en Hollywood, quiso cerrar esa etapa totalmente y caer en el olvido porque consideraba que su paso por el cine había sido un "pecado de ju­ventud", negándose incluso a conceder entrevista alguna. Hasta rechaza el homenaje que le quiso tributar su ciudad natal en el Festival de Cine de San Sebastián. Según cuenta Moro en su libro "Mi pecado", poco antes de fallecer, la actriz pidió a Emilio, su portero, que le acompañara a la caldera. Frente al fuego, fue quemando todas las fotos y recuerdos que le unían a esa vida de diva del celuloide. "El portero cuenta cómo vio desaparecer entre las llamas imágenes de la actriz con Clark Gable, Gary Cooper, Johnny Weissmuller... Ella quiso borrar el pasado, ese pasado por el que su gran amor había muerto".
La gran diva se quedó viuda en 1972 y murió en Madrid sin dejar descendencia a la edad de 95 años donando su cuerpo a la ciencia. Su figura, puede que por su insistencia en refugiarse en su vida privada, ha pasado bastante desapercibida en la historia de nuestro cine. Inútil buscarla en los libros y las enciclopedias de cine: ni siquiera la mencionan. Solo nos queda su imagen fugaz, su belleza perenne y, como bien dijo un crítico francés, su "encanto mórbido e inquietante."





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