25 de octubre de 2017

Jacques Henri Lartigue

El fotógrafo de la felicidad


Hablar de Jacques Henri Lartigue, gran maestro de la fotografía, es hablar de clases medias adineradas que viven en sus maravillosos mundos de algodón. La obra de Lartigue sobre todo nos aporta una forma de mirar al mundo desde el positivismo. Es verdad que no es lo mismo mirarlo desde una clase social, que a priori no tiene problemas económicos como lo tiene la pobreza en las clases más desfavorecidas de las cuales se ocupan otros fotógrafos, pero sí nos puede servir para intentar plasmarlo en aquellas situaciones dentro de la fotografía social que necesitan esa proyección de felicidad.
Pintor frustrado, Lartigue quiso hacer inmortal su memoria con una cámara de fotos. Dejó miles de huellas, obras maestras llenas de vida, pero atravesadas por algo más: la inexorable melancolía que encierra el inútil esfuerzo de atrapar la alegría que proclaman. Lartigue trata de ver la vida desde su perspectiva más optimista. Sus fotografías son espontáneas, mágicas. Captan instantes felices que a la vez esconden cierta melancolía. Lartigue estaba obsesionado con fijar en su memoria todas las cosas que le maravillaban, por congelar cada minuto feliz. Como artista podría haber optado por capturar otro tipo de situaciones, pero su positivismo reforzado por la condición social en la que se crió, a pesar de haber vivido periodos de guerra, hicieron que su producción se centrase en retratar la felicidad.


Lartigue fue un niño enfermizo que pronto comprendió que su felicidad podía desaparecer. Por eso decidió narrar su vida y, mediante ese relato, construir su propio personaje, del mismo modo que construyó su propia felicidad representándola constantemente. Nace en 1.894 en Courbevoi, Francia, en una familia acomodada. Su padre era banquero muy aficionado a la fotografía y cuando Jacques Henri cumple siete años le regala una cámara fotográfica. Lartigue no vuelve a separarse de su cámara nunca más y desde entonces pasa toda su vida fotografiando lo que ve. Hacía fotografías para sí mismo, porque le gustaba lo que veía, pero toda su obra es un documento único y extraordinario de una época y una forma de vivir. Lartigue captaba lo que le apetecía y le llenaba, fotografiaba para sí mismo y lo hacía con un gusto exquisito, y un espíritu fresco y juvenil. Como un niño curioso que solo quiere divertirse.

 

Su obra en blanco y negro es célebre, pero una faceta menos conocida era el empleo del color. Se sabe que cuando tenía 17 años Lartigue descubrió el color con el autocromo estereoscópico, una nueva técnica inventada por los hermanos Lumière. Se acercó a la novedad con la misma libertad que al blanco y negro. Su condición de eterno amateur le permitía librarse de prejuicios. Mientras los grandes fotógrafos de su tiempo miraban por encima del hombro el uso de una paleta cromática, denostándolo porque lo asociaban con las revistas y los trabajos alimenticios, Lartigue, siempre a su aire, lo asociaba a la felicidad. Pero desesperado por el desesperante y complejo proceso de revelado con el autocromo, Lartigue aparcó el inventó casi 20 años. Cuando la técnica empezó a evolucionar, volvió a la carga y a partir de los años cincuenta vuelve de forma intensa al color.


Sus primeras fotos reflejan su vida familiar, desenfadada y burguesa de principios de siglo. Transmiten una alegría y una sensación de ligereza y enorme belleza, tienen alma. Puedes oír las risas, el sonido del mar, la brisa…como si estuvieras soñando. Sus fotografías están tomadas desde un punto de vista muy atractivo, con encuadres muy modernos que no se habían visto hasta entonces y un lenguaje muy personal. Pese a que dejó al morir un legado de 100.000 negativos en los que había registrado su vida con pasión y candor, nunca creyó ser un fotógrafo, sino un "eterno amateur". Lartigue conservó durante toda su vida la frescura de la infancia y la insaciable curiosidad de la juventud. En sus imágenes celebra el instante presente y oculta la angustia que le produce el paso del tiempo.


Descubierto de forma tardía y fortuita en 1963, cuando contaba casi 70 años, por John Szarkowski, entonces conservador de fotografía del Museo de Arte Moderno de Nueva York, Lartigue fue conocido y reconocido en su propio país y en todo el mundo gracias a la gloria alcanzada en Estados Unidos. Sus fotos son famosas por la época que documenta, por su ligereza, por su manera de captar la velocidad y el vuelo, por sus saltos, sus risas y la belleza de sus mujeres, pero ante todo lo son porque descubrieron la capacidad revolucionaria de la fotografía moderna.









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