2 de julio de 2017

Horst P. Horst

El gran fotógrafo de la moda

"No creo que la fotografía tenga algo remotamente que ver con el cerebro. Tiene que ver con el atractivo visual." (Horst P. Horst 1906-1999)

La fotografía de moda aparte de reflejar y a perpetuar la belleza de un instante: cómo eran las personas, los cuerpos, las ropas del momento. Pero ambién puede ser un arte que convierte las fotografías en delicadas piezas que perduran en el tiempo para convertirse en obras que nos inspiren durante años. Así es la obra de Horst P. Horst, fotógrafo de moda desde los primeros años treinta, con una fructífera carrera que se extendió durante más de seis décadas. Por su penetrante objetivo pasaron desde las modelos y actrices más importantes de su época hasta Salvador Dalí o la alta aristocracia, creando algunas de las imágenes más icónicas del siglo XX.


     


Las fotografías de Horst ha influido y ha proyectado una manera de entender la elegancia que va más allá de la belleza formal o el simple glamour. En su obra se nota con frecuencia la influencia del surrealismo y de los ideales de belleza del clasicismo griego. En su obra se observa una gran planificación de las escenas y una utilización particular de la iluminación. Otro rasgo personal que vemos en sus fotografías, es ese leve aire de trastorno que destilan pese a la perfección formal. -"Mis mejores fotos siempre son un poco locas, tienen algo que no cuadra: un cenicero sucio, algo..."-, decía Horst quitando importancia al toque de delicado delirio que manchaba las imágenes para quitarles academicismo, pero de un modo leve, con una distinción suprema, como los retratos de estudio en los que incluía en el cuadro el desorden que rodeaba a la modelo.


El gran humanismo que caracterizaba sus trabajos estaba tamizado, sin embargo, por dos corrientes galvánicas, las que daban a su obra un carácter incomparable y único. Por un lado, era un vanguardista: basta ver Lisa with Harp (Lisa con arpa, 1939), donde la primera top model de la historia, Lisa Fonsagrives, posa desnuda y meditante tras el cordaje del instrumento, o la cubierta de Vogue de 1940 donde la misma modelo forma con su cuerpo las letras de la cabecera de la revista, para entender cómo Horst se servía de las vanguardias artísticas, sobre todo del onirismo surrealista, para hacer que sus fotos de moda hiciesen un guiño artístico al espectador sin perder el fondo de inmediatez comercial del género. Por otro lado Horst había estudiado artes y tenía muy claras las proporciones corporales en las esculturas griegas y de la pintura tradicional, sobre todo, desde una perspectiva surrealista. Por eso, sus retratos muestran cuerpos bien proporcionados en un balance que incluye una justa medida de la perspectiva artística.


              

Aunque nació en Alemania, Horst pasó casi toda su vida fuera de su país natal. Estudió artes en Hamburgo y estuvo muy ligado a la arquitectura durante sus primeros años de trabajo. Pero cuando se mudó a París, su vida cambió. Conoció a Le Corbusier y a Coco Chanel, y en 1937 comenzó a ser el fotógrafo oficial de Vogue. Pero fue en 1931 cuando tomó su primera fotografía para la revista en su versión francesa, donde figuraba una modelo en vestido de terciopelo negro sosteniendo una botella de perfume Klytia. Desde ahí, el mundo se le abrió por completo. Su trabajo figuró en revistas tan prestigiosas como en "The New Yorker" al mismo tiempo que se dedicaba a fotografiar distintas figuras de la moda, las artes, la cultura y la realeza. En 1942 le encargan retratar a la gran Marlene Dietrich. La sesión empieza fatal. A la diva no le convence la toma. El fotógrafo quiere saltarse sus normas de cómo iluminar su rostro y Horst tiene que emplearse a fondo para convencerla de que pose ante aquella maraña de luces y sombras. Tras muchos clics y una sesión de revelado exprés, le presentan la copia a la diva. Tras unos angustiosos segundos de silencio, le estrella aprueba el resultado y la usará para su propia publicidad.


  

Horst fue un maestro de la luz, de la composición y de la ilusión. La clave de sus retratos estaba en los cuatro focos que empleaba algo inusual en la época, uno de ellos colocado en el techo y dirigido hacia el suelo. Maestro del claroscuro, Horst planificaba cada escena con precisión milimétrica. Podía pasar dos días estudiando la iluminación de una fotografía (cosa que impacientaba a los editores de Vogue). Pero cuando las fotos de Horst P. Horst llegaban a manos de la mítica y caprichosa Diana Vreeland, gran gurú de la moda y "jefaza" de Vogue, la "Divina Vreeland" permanecía "intoxicada durante horas", según confesaba ella misma, una mujer dura y nada amiga de complacencias. Lo que hacía Horst, como prefería abreviar su nombre y por todos era conocido, tenía algo de alquimia y un aroma que emanaba de la copia: era la elegancia en estado puro.


   

"La elegancia de sus fotografías es capaz de conducirte a otro lugar, muy hermoso. La intocable calidad de los retratos es realmente interesante porque te distancia de los retratados, es como estar viendo a alguien de otro planeta y deseas que esa persona exista, quieres conocerla y realmente te quieres enamorar de esa persona"
(Bruce Weber)










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