26 de agosto de 2018

Ricardo Compairé Escartín


La luz de un tiempo pasado


Las imágenes de Ricardo Compairé siempre me han parecido fascinantes. Creo que es el fotógrafo que mejor ha sabido captar la esencia, el alma del universo pirenaico. Era un hombre que conocía a la perfección lo que fotografiaba, y en sus fotos se percibe siempre la incesante búsqueda de la luz y del contraluz, el equilibrio perfecto entre calidez y calidad. Componía muy bien y era como un director de cine tras una cámara de fotos. El quería que sus imágenes fueran un fiel reflejo de su tiempo y a la vez que tuviesen una plástica excepcional, en el sentido artístico más amplio de la palabra.

      

Artista ordenado y minucioso, el fotógrafo nacido en Villanúa en 1883, mostró pronto un gran amor por el paisaje; años después, mientras cursaba Farmacia en Barcelona, descubrió la pintura y la fotografía. Al instalarse en Hecho en 1908, empezó a hacer fotos con una idea central: documentar un mundo en extinción, un mundo de tipos, de trajes tan delicados como los de Ansó, de contrabandistas, de pastores, de cazadores, de campesinos, de mujeres, de objetos que en sus manos parecen bodegones. Meticuloso en su trabajo, era capaz de estar una semana en un lugar para lograr la instantánea que buscaba hasta culminar en una obra enorme cercana a los 4.000 clichés, un verdadero documento para su tiempo.


Una obra que pocas veces se mostró al público, pues Compairé huía en todo momento de las exposiciones y concursos aun a sabiendas de que sus virtudes artísticas podían, muy bien, ser fácilmente recompensadas. Ocasionalmente, sólo por el ineludible compromiso con sus amigos, algunas de sus fotos se publicaron en diversos libros y revistas. 


La base fundamental de su trabajo fotográfico procede, por un lado, de sus estudios de farmacia que le facilitan el conocimiento de los procesos químicos en el revelado; por otro, de su afición por la botánica y el excursionismo, que le permiten contemplar paisajes poco conocidos y, por último, de su afición por la pintura, que le aporta conocimientos básicos sobre estética y composición.

     

En 1936, una bomba cayó muy cerca de su casa: se asustó, dejó la foto y trasladó sus miles de negativos a Borja. De allí pasarían, en los años 80, a la Fototeca de Huesca. Cerró sus ojos a la luz que tanto había buscado en sus fotos un 18 de febrero de 1965 en su casa de Huesca... Por su ingente y fabulosa obra, Ricardo Compairé Escartín merecería ser revisitado por todo buen aficionado a la fotografía. Solo cabe lamentarse que si Ricardo Compairé hubiera nacido en París sería un nombre universal en la fotografía.





25 de agosto de 2018

Debra Paget


La exótica mirada esmeralda


Recordada por sus exóticos personajes, Debra Paget perteneció a esa generación de actrices que pasaron a convertirse en inolvidables, más por su asombrosa belleza, que por sus dotes interpretativas. En su momento contó con la posibilidad de formar parte de lo más exquisito de Hollywood, pero una madre demasiado controladora y el poco interés de la actriz más predispuesta en ser una simple ama de casa con un hogar y un marido al que cuidar, terminaron en poco más de una de década con la carrera de una de las actrices más bella de Hollywood.
Nacida en 1933 en Denver (Colorado) y bautizada con el nombre de Debralee Griffin, Debra Paget llega al cine empujada por una madre cuyo sueño era que su preciosa niña llegara a ser una gran estrella del cine. Su carrera duraría unos quince años, poco tiempo, pero fue ella la que decidió dejarlo. Justo con esa edad, quince años, la madre de la futura artista consiguió que la niña accediera presentarse a un concurso de caras nuevas auspiciado por la Twenty Century Fox. Concurso que, por supuesto, ganó sin dificultad. Nada extraño, pues la adolescente y virginal belleza de Debra Paget entraba en los cánones que tanto gustaba a los grandes estudios de aquella época.

    
                                                                                                                                                    Debuta en la pantalla en 1948 con "Una vida marcada", de Robert Siodmak, película de gansters considerada una de las obras cumbres del género, y lo hacía en el papel de una bella e ingenua adolescente, pero seria en la década de los 1950 cuando la carrera de Paget despega como la musa del director Delmer Daves con la que rodaría; "Flecha rota" (1950), considerado el primer western que se posiciona de parte de los indios y su causa. La exótica "Ave del paraíso" (1951) junto al actor Louis Jourdan, (que era considerado según una encuesta entre las féminas americanas, el paradigma de la belleza masculina). La película fue un enorme éxito gracias a los espectaculares paisajes en technicolor y a la generosa exhibición de belleza física desplegada por ambos sexos. Con estas primeras películas Debra Paget (o mejor dicho, su madre) logró que el público relacionase su belleza e increíbles ojos en papeles de joven pura y virginal.

     

En 1954, la colaboración entre la actriz y el director Delmer Daves llega a su fin con "Demetrio y los gladiadores". Entre medias, Debra Paget no pierde el tiempo y logra que sus impresionantes ojos verdes sean recordados para siempre en películas tan notables como "Catorce horas" (1951) de Henry Hathaway, "La mujer pirata" (1951) de Jacques Tourneur o "El inspector de hierro " (1952), una interesante adaptación de "Los Miserables" realizada por Lewis Milestone.Debido a este tipo de personajes y a su impactante físico, Debra dejó tras de sí montones de corazones rotos, pero a medida que fue pasando el tiempo la ingenuidad que tan famosa la hizo en su momento comenzó a evaporarse, y fue cuando surgió la duda…¿En que lugar podía encajar una actriz que siempre se había mostrado ante el público con ese particular aura de candor e inocencia? Una mujer tan espectacular no podía ser desperdiciada, y fue entonces cuando comenzó su metamorfosis ; así ,de la noche a la mañana ,se mostró en la pantalla como una mujer tentadora y vampiresa, que hipnotizaba a los hombres con sus atributos.


El cinemascope y el technicolor de los años cincuenta hicieron el resto, como en tantas otras bellezas de su estilo, los avispados productores vieron un filón para llenar de sensualidad el enorme rectángulo en blanco que se abría frente a las plateas de los cines. Por aquel entonces, Debra Paget ya acaparaba todas las miradas: la de los hombres, que la desearon, y la de las mujeres, que envidiaron su belleza. Pero Debra seguía sin sentirse "querida" por los productores que solo veían en ella un hermoso cuerpo y unos deslumbrantes ojos verdes, y poco más.


En 1955 es elegida por la Paramount para que Cecil B. De Mille la dirigiera en el espectacular remake de "Lo Diez Mandamientos", lo que le valió un papel en el que Debra pudo lucirse un poco más, ya que el personaje a lo largo de la película iba ofreciendo diversos registros al espectador: comenzaba con un papel de judía recatada, y a medida que transcurría la película se convertía en una arrebatadora cortesana egipcia. Estos mismos estudios le siguieron dando oportunidades de aparecer como tentadora mujer en aventuras tan kitsch como "Omar Khayyam" (1957) de William Dieterle, "El tigre de Esnapur" (1958) y "La tumba india" (1959) ambas de Fritz Lang. En esta última, por cierto, desnudó su cuerpo hasta rozar el límite de lo permitido y efectuó un baile ante una cobra real, que dejó a muchos con la boca abierta. Pero pese a todo este despliegue de erotismo, la carrera de Debra fue cayendo en la mediocridad ,y en el año 1963 pondría fin a su carrera con “El palacio de los espíritus”, en lo que fue una buena película de terror, dirigida por Roger Corman.

 

Tenía sólo veintinueve años y, ya liberada de la influencia materna, decidió dedicarse a su verdadera vocación, la de esposa y madre. En 1964 se casa por tercera vez con un magnate del petróleo al que se dedicó en cuerpo y alma a plancharle las camisas y ponerle las pantuflas hasta el consiguiente divorcio. En la actualidad vive en Houston y sólo se ha prestado a ponerse ante las cámaras para alguna que otra esporádica entrevista en la televisión... A nosotros pobres mortales, solo nos quedará el placer de volverla a ver en esos exóticos escenarios donde lucía su imponente palmito y unos hermosísimos ojos esmeralda capaces por si solos de enamorar al mitómano más encallecido.





22 de agosto de 2018

William Claxton


Jazz para los ojos


"Para mí, la cámara es como el saxo para un saxofonista; es una herramienta que querrías poder ignorar, pero a través de ella has de canalizar tus pensamientos y todo aquello que quieras expresar."
Para muchos el jazz es un tipo de música que lleva consigo una forma íntima de sentir y de darse al espectador, de compartir el alma con el público, el jazz te envuelve y te apasiona aún más cuando te sumerges en esas imágenes cliché de humo, garitos y sudor reflejadas en las fotografías de William Claxton, un artista y amante del jazz que supo como nadie ser el observador invisible, para captar en silencio el alma de esa música, jugar con las luces y las sombras, con toda esa esencia que se produce en un sala de grabación o en una actuación en un pequeño club, donde la gente escucha con respeto y emoción cada nota y se produce ese intercambio mágico entre el músico y su público, para poder captar eso, tienes que amar el jazz y la fotografía como William Claxton.


Miles Davis, Duke Ellington, Ray Charles o Billie Holiday entre otros fueron captados por la cámara y la sensibilidad de William Claxton, que supo colarse en su círculo, ganándose la tolerancia de creadores desconfiados y altivos, músicos que se sabían diferentes y respondían con estudiada indiferencia cool a la hostilidad de la sociedad convencional. Sin embargo, de entre el firmamento de estrellas que posaron para él, hubo una que brilló con luz propia: Chet Baker. Entre trompetista y fotógrafo se forjó una estrecha relación de la que ambos se beneficiaron: las fotos del último aumentaban la fama de Baker, y a medida que éste se encumbraba como uno de los mejores intérpretes de la época, los retratos de Claxton se revalorizaban y adquirían categoría de objetos de culto.

  

Nacido en Pasadena en 1927, Claxton se inició en la fotografía por pura diversión. No era más que un mocoso cuando ya se escapaba de casa para coger el autobús que iba al centro de Los Ángeles, donde acudía al Orpheum Theatre para escuchar a iconos de la música como Duke Ellington. Desde su más tierna infancia comenzó a coleccionar vinilos y recuerdos con aroma de jazz. Su madre era compositora y su hermano mayor tocaba el piano, pero él carecía de la paciencia necesaria para convertirse en virtuoso del teclado.


Comenzó a hacer fotos por mera diversión mientras estudiaba psicología. Sin embargo, una serie de encuentros fortuitos y la suma de noches en clubes de jazz lo llevaron a entrar en contacto con los artistas y los productores más relevantes de la escena musical neoyorkina. Esos fueron los inicios de una prolífica carrera, prolongada durante más de cinco décadas y en la que leyendas como Charlie Parker, Dizzy Gillespie o Thelonius Monk fueron retratadas bajo la mirada maestra de Claxton.

        

Aunque fueron las fotos de músicos de jazz las que otorgaron mayor prestigio a Claxton, éste también ganó fama por su trabajo en la moda (donde conoció a su mujer Peggy Moffitt), y con "celebrities" como Frank Sinatra, Barbra Streisand o Steve McQueen. Todos ellos eran conocidos por sus recelos hacia la prensa y por sus reticencias a ser fotografiados, pero Claxton no sólo se ganó su confianza, sino que en el caso del protagonista de "La Gran Evasión" también trabó una sólida amistad, cimentada en su común interés por los coches deportivos y las motocicletas.

                                                                                                            En cualquier caso William Claxton será recordado por sus fotografías de jazz, imágenes mudas que sin embargo logran evocar la musicalidad de esos brumosos locales donde el alma se desnuda al ritmo del saxo y la trompeta. A través de la cámara, Claxton trataba de capturar la dinámica tensión entre el artista, el instrumento y la música. Intentaba honrar su propia definición de la fotografía: "Jazz para los ojos". Su obra se caracteriza por la espontaneidad y la naturalidad. El californiano trataba a sus retratados con tal familiaridad que los desarmaba antes de acribillarlos a fotografías. Así, cuando asistía a las sesiones de grabación de discos, tardaba un buen rato en ponerse a trabajar. Primero dejaba que los músicos tocasen, que se metiesen en su papel, hasta pasar completamente desapercibido. Luego captaba la atmósfera absolutamente genuina de las grabaciones.

         

En 1960, junto con el musicólogo alemán Joachim Berendt realizó un viaje en Chevrolet de tres meses de duración por Estados Unidos para documentar visual y sonoramente los restos del pasado y la realidad del presente del jazz. El viaje nos lleva desde el fervor de las iglesias a la espontaneidad de los bailarines callejeros al paso de las brass bands, nos adentra en clubs repletos de humo o en estudios de grabación.

        

Claxton siguió retratando a músicos hasta que le frustró ver "fotos buenas reducidas a miniaturas del tamaño de un CD". Ya no había espontaneidad: "Antes, quedábamos el músico y yo. Conocía su trabajo y le pedía que se fiara de mis instintos. Ahora debo contar con el director de arte, el manager, el abogado, el directivo de la discográfica, el maquillador, el estilista. Sencillamente, dejó de ser divertido".
Murió en 2008 a la edad de 81 años.