25 de abril de 2018

James Cagney


Un actor en la cima del mundo


No era muy alto (1,69 metros), no era muy guapo, tenía los labios demasiado finos, la frente demasiado ancha y un rostro esculpido en granito, pero en blanco y negro y en dos dimensiones resultaba ser fuego puro, una fisión nuclear atrapada debajo de un sombrero. Estamos hablando de James Francis Cagney, el tipo duro de Hollywood por excelencia que junto a Edward G. Robinson y George Raft, completaban el triunvirato del cine negro de los años treinta.

  
Esta es la imagen que tenemos de este incomparable y deslenguado actor. Pero Cagney era mucho más. Era un todoterreno, un actor camaleónico que destacaba por su energía y versatilidad. De hecho, el único Oscar que le concedió la Academia fue por su interpretación de George M. Cohan, en el musical de exaltación patriótica "Yanqui Dandi" de Michael Curtiz (1942). Nada que ver con esos criminales por los que la posteridad habría de recordarle. Porque antes que gángster, había destacado como bailarín, que era como él realmente se sentía y también fue un genial cómico, como demostró en la vertiginosa "Uno, dos, tres" de Billy Wilder. 



Nacido un 17 de julio de 1894 en Yorkville (uno de los barrios más conflictivos del Nueva York de principios del siglo XX -"de donde yo vengo, si puedes ganar un dólar no haces preguntas, simplemente vas y lo haces", solía decir-). James Francis Cagney fue el segundo de los siete hijos de un camarero borrachin y ludópata y una sacrificada madre llamada Carolyn. Desde bien niño se vio obligado a desempeñar los más variados empleos para ayudar en su casa. Descubrió el boxeo defendiendo a sus hermanos en las peleas del barrio y hubiera sido un profesional del cuadrilátero si su madre no se lo hubiera prohibido, afortunadamente para nosotros eligió la carrera de actor. 



Comenzó en el vaudeville, cantando y bailando junto a su esposa Francis Vernon de la que jamás se separaría. Tras conseguir notoriedad en algunos musicales de Broadway, es contratado por la Warner Bross para encarnar al salvaje gángster de "El enemigo público", que le convertirá inmediatamente en estrella. Después vendrá una larga serie de personajes de mala vida que el actor bordará en films como "Ángeles con caras sucias" (por el que conseguirá una nominación al Oscar) o "Los violentos años veinte", toda ellas joyas imperecederas del cine. A partir de ahí, todo fue miel sobre hojuelas en la carrera de James Cagney, que no tardó en convertirse en el tipo duro de la Warner y en protagonizar toda clase de películas, desde comedias hasta dramas, pasando por westerns e incluso adaptaciones de obras de William Shakespeare. 


Por eso es desolador ver que salvo honrosas excepciones ya no hay actores así, y los pocos que podía haber jamás pasaran del nivel de secundarios, oscurecidos por una turba de tipos duros que apenas si pueden balbucear sus frases, a maniquíes anoréxicos, y a cachos de anabolizantes con ojos, asombra todavía más verlo pasearse por una pantalla, recuperar sus hechuras de gángster, de animal salvaje, de peligro público que sigue aterrando con sólo entrecerrar los ojos, alzar una mano o curvar una ceja. Como Humprey Bogart, como Cary Grant, como John Wayne, James Cagney era uno de esos animales de celuloide que escriben su biografía en un gesto elegante y desvelan su pasado nada más que encogiéndose de hombros. 

Era también un excelente danzarín, capaz de bajar unas escaleras bailando claqué o de lanzar un puñetazo como el que firma un cheque. Lo mismo le estampaba un pomelo en la cara a una novia que incendiaba el mundo por un complejo de Edipo. Por culpa de su cara sin civilizar y de su afición infantil a las peleas callejeras, lo encarcelaron en una cinematografía criminal, siempre con un revólver en la mano, una hostia amartillada en el brazo y un traje de presidiario. Pero podía interpretar a Shakespeare sin quitarse siquiera la gomina del pelo y seducir a una mujer haciendo el payaso. 


Fue un pequeño gigante que peleó contra las injusticias, las falsas acusaciones políticas –se le tachó de comunista– e incluso tuvo que afrontar las amenazas de muerte de la mafia, contra la que luchó para evitar que pudiera dominar el Sindicato de Actores. Así era James Cagney, un gran hombre y un grandísimo actor, una de las más grandes leyendas de Hollywood que no se arrugaba ante nada ni ante nadie tal como nos demostró en la inmensa "Al rojo vivo" al gritar desde lo alto de una torre en llamas: "Mira, madre, estoy en la cima del mundo".





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