"Un pequeño hombre, un gran actor"
La sola mención de Edward G. Robinson nos hace pensar inmediatamente en un gángster. Pero esa es la primera reacción. Después empezamos a recordar otros momentos de sus películas y ahí
vamos descubriendo los diferentes y fascinantes matices que este
hombre, actor de raza y una de las más admirables presencias en una
pantalla, capaz de los más variados registros, porque cuando la ocasión
lo requería aparecía la sensibilidad, la solidaridad y la ternura. En
definitiva, el ser humano.
Robinson
no era un mito, sino un actor de composición, uno de los más grandes,
que desarrolló su arte en una serie de papeles francamente variados,
todos ellos realizados concienzudamente como una creación. En los años
treinta, y sobre todo en la "plebeya" Warner Bros, fue el duro de
palabra crepitante y mueca de sapo de muchas películas llenas de
encanto e inventiva.
La
fama de gran actor de Edward G. Robinson no es para discutir. La lista
de sus grandes películas sería larga, pero baste citar "La mujer del
cuadro" y "Perversidad", de Fritz Lang; "Perdición", de Billy Wilder;
"Odio entre hermanos", de Mankiewicz; o "Cayo Largo", de John Huston,
para que sobren los comentarios. Cualquiera de ellas deja en el
espectador sensible ese grado de melancolía placentera propio de la
contemplación de las obras maestras, universales y eternas, pues
humanos y eternos son los sentimientos y las pasiones que un inmenso
Edward G. Robinson dejo en sus interpretaciones.
Este
gran actor nace en Bucarest en el seno de una familia judía. Tras pasar
su infancia en una comunidad yiddish, sus padres deciden establecerse
en Nueva York en 1903. Una vez en suelo americano, Robinson pretende
convertirse en rabino o abogado, pero una beca de la Academia Americana
de Artes Dramáticas le hace cambiar de parecer. Tras debutar en el
teatro en 1913, Edward G. Robinson pronto adquirió prestigio como actor
y como escritor, gracias a su obra "The Kibitzer". Por aquel entonces
realizó varios intentos cinematográficos en el cine mudo, pero será en
el sonoro donde se afirmará su carrera. Tras varias películas
realizadas en los años veinte, encuentra la consagración en 1931 con
"Hampa dorada" de Mervin LeRoy, donde encarna a un despreciable y
brutal gángster. Robinson fue encasillado durante muchos años en
parecidos papeles, pero en muy poco tiempo demostró que era un actor
excelso, capaz de dar vida a multitud de personajes diferentes.
Rápidamente
la popularidad de G. Robinson crece como la espuma, convirtiéndose en
el más emblemático de los "hombres duros" del Hollywood dorado de los
30. Sus apariciones en la pantalla se multiplican exponencialmente
hasta llegar a los años 40 donde su enorme talento como actor se
diversificara interpretando papeles más ligeros como; "El enemigo
público N° 1" (1935), en la que interpretaba dos papeles, el del
pérfido gangster y el del inofensivo y tímido oficinista, o en "Balas o
votos" (1936), donde interpretaba a un agente de la policía que
encarcelaba al malo malisimo Humphrey Bogart.
Pero
sus mejores interpretaciones llegarían durante la década de los
cuarenta, casi todas ellas en memorables obras de cine negro o dramas
psicológicos. Será un despótico Wolf Larsen en "El lobo de mar" (1941)
de Michael Curtiz, un perpicaz investigador de seguros en "Perdición"
(1944) de Billy Wilder, un apocado profesor en la magnifica "La mujer
del cuadro" (1944), un cajero infelizmente casado pero enamorado de la
Femme Fatale Joan Bennett en la extraordinaria "Perversidad" (1945) o
el inolvidable gangster Johnny Rocco en "Cayo Largo".
Los
años cincuenta fueron nefastos para Robinson. A pesar de haberse
destacado como uno de los actores que más ayudaron a la causa
patriótica durante la Segunda Guerra Mundial, su nombre fue asociado
por chivatos con organizaciones comunistas. Fue llamado a testificar
delante del Comité de Actividades Antiamericanas donde el actor tuvo
que declarar públicamente y defenderse de las amargas acusaciones de
las que era objeto. Después de tres largos años de sospechas y rumores
el actor fue declarado limpio de toda sospecha. Pero el daño estaba ya
hecho y su carrera inició un injusto declive para un actor de su
categoría.
En
1956, se vio forzado a vender su famosa colección de pintura
impresionista, una de las más grandes y prestigiosas del mundo, para
hacer frente al divorcio de su mujer de 29 años, la actriz Gladys
Lloyd. Decide dejar el cine por unos años y vuelve a Broadway para
intervenir en la obra de Paddy Chayefsky "Middle of the Night", que fue
un rotundo éxito. En los sesenta, vuelve a disfrutar de buenos papeles.
Vincente Minnelli le rescata, en 1962, para que acompañe a Kirk Douglas
en esa continuación de Cautivos del Malque fue Dos semanas en otra
ciudad, y Alexander Mackendrick le ofrece el protagonismo de Huida
hacia el Sur (1963).
Pero
cuando parecía que todo se había terminado, o casi; Cecil B. DeMille lo
rescata para participar en "Los diez mandamientos". A este le seguirán
titulos tan notables como "Millonario de ilusiones", "Sammy, huida
hacia el Sur" o "El rey del juego". Aún así, su declive fisico y moral
era inevitable y estuvo acompañado por una deriva que le llevó a hacer
papeles indignos de su talento en Italia o en España. Su última
composición le valió una de las más bellas y emotivas "muertes"
cinematográficas que puedan concebirse: en "Cuando el destino nos
alcance" (1973).
Respecto
a esta ultima película no puedo pasar sobre ella sin comentar una de
las anecdotas más conmovedoras del cine. El actor había ocultado a todo
el equipo que padecía un cáncer terminal y que los médicos le habían
dado semanas de vida. Durante toda la filmación hizo su trabajo con
normalidad y nadie sospechó su condición; ni siquiera Charlton Heston,
de quien era amigo personal desde hacía bastantes años. Pero la
secuencia de la muerte de su personaje era, precisamente, una de las
últimas que Robinson debía filmar. Antes de rodarla, el viejo actor
apartó a Heston y mantuvo una conversación privada con él. Le anunció
cuál era su condición, y que su muerte era inminente, con lo que el
estado de ánimo de Heston se vino abajo al instante. Pero eso era
precisamente lo que su anciano amigo deseaba: darle la oportunidad de
ofrecer un momento único en la pantalla, y así sacar algo
artísticamente aprovechable de su propia muerte. Robinson le pidió que
mantuviese el secreto, y en esas condiciones se dirigieron a filmar la
secuencia.
El
equipo de rodaje quedó impactado por la extraña fuerza que ambos
actores estaban desplegando en aquella escena. Edward G. Robinson
parecía estar ya mirando al otro mundo, exactamente como el personaje
que interpretaba. Pero todos le tenían por un gran actor, y nadie vio
en ello más que el producto especialmente afortunado de su talento.
Para asombro de todo el equipo los ojos de Charlton Heston aparecieron
repentinamente enrojecidos, bañados en lágrimas, de repente su mirada
parecía traslucir un dolor sorprendentemente verosímil. Por supuesto la
toma fue buena, , y quedó registrada en la versión definitiva de la
película.
Tan
sólo doce días después de filmar ese momento, Edward G. Robinson
fallecía. Así, cuando se estrenó la película, el público y la crítica
pudieron apreciar en pantalla lo que ya había sorprendido al equipo de
producción: las lágrimas del duro Charlton Heston… eran de verdad.
Un
año antes de su muerte Edward G. Robinson recibió un Oscar honorifico
de la Academía, la misma academia que durante más de cuatro décadas le
habia dado la espalda sin ser nominado al Oscar en ninguna ocasión como
mejor actor; oficio en el cual fue, pese a su corta estatura, uno de
los más grandes.
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